jueves, 20 de octubre de 2011

Regrese:

Después de 6 semanas de ausencia estoy de vuelta con mucho material e inspiración para escribir, reseñar pero principalmente crear arte…

Roma y sus rimbombantes espectros:

Apareció en el Coliseo un espectro. Era Michael de Montaigne. Miró a su alrededor y, viéndose solo, murmuró: - Italia es un buen país para los perezosos, pues todo mundo se levanta tarde. Entonces aparecieron dos luces: Edward Gibbon y, a su lado, Estrabón. Cuando se acercaban a Montaigne, Gibbon tropezó con una piedra. -¡Qué bárbaros los romanos comparados con los griegos! -¡Qué dices! -respondió Estrabón-. La prudencia romana se aplicó a cuestiones a las que los griegos prestan poca atención, como pavimentar los caminos o construir alcantarillas -De poco sirvió, porque todo lo que se fortifica será atacado, y todo lo atacado puede ser destruido. -Pues recuerde las palabras de Veda: Mientras el Coliseo esté en pie, existirá Roma; cuando caiga el Coliseo, caerá Roma; cuando caiga Roma, tras ella irá el Mundo.

Mientras hablaban, iban brotando luces de genios de la literatura cada vez más numerosos (¡ahí aparecía Rilke, sentado en la grada; allí Mellville, a lomos de una ballena transparente; en la arena, Henry James acompañando a Goethe y seguido de cerca por Stendhal, Dickens y Chateaubriand!). Al poco tiempo, la arena central del Coliseo era un bullicio de fantasmas contentos de verse, pero recelosos todavía. Fue Goethe quien dijo a los demás: -Cuidado. En mis tiempos vivía aquí un ermitaño, y en las ruinas se cobijan los mendigos. Mirando alrededor exclamó más aliviado: -Es tan grande que, al verlo, no cabe su imagen en el alma: la tenemos presente, pero empequeñecida. -Me parece -apuntó Dickens- la visión más impresionante, señorial, solemne y lúgubre que se puede concebir. -Pero fijaos -se lamentó Gibbon- cómo está. ¡Qué poco queda! Cuando yo lo visité en 1764 ya estaba saqueado. Todo lo valioso, las estatuas de los dioses y héroes y los costosísimos adornos de las esculturas se convirtieron en la primera víctima de la conquista o el fanatismo, de la avaricia de los bárbaros o los cristianos.

-Durante diez siglos -se lamentó Stendhal-, el Coliseo ha constituido la vasta cantera para disfrute de los grandes de Roma, de donde salían los materiales para construir las monumentales estancias de los poderosos. Todos los palacios posteriores han nacido de piedras arrebatadas al Coliseo. Por suerte, Pió VII construyó un contrafuerte que le asegurara una larga existencia.

Hablaba ahora la temblorosa calavera de Tobias Smollett. -El saqueo es algo común. Urbano VIII retiró las grandes vigas de bronce que sostenían el tejado del pórtico del Panteón. Sirvieron para las columnas de la basílica de San Pedro y para varias piezas de artillería. Entonces, el irónico Mark Twain soltó una carcajada de vapor azul: -¡Que se lo saquen todo! El Coliseo parece sombrerera inclinada, con ventanas y con un lado mordido.


Pero nadie se rió. Es más, le miraban gravemente. Un poco nervioso, al fantasma de Twain se le transparentó el esqueleto mientras mascullaba: -De acuerdo en que es el monarca de todas las ruinas europeas. Y lo tienen más limpio ahora que antes. Cuando vine, colgaban parras y en medio de los arcos salían árboles y arbustos. Pero con las cosas macabras que han ocurrido aquí, ¡que reine en su monstruosa estructura este impresionante silencio y que los lagartos tomen el sol en el sagrado asiento del emperador!

Una brisa de viento trajo la risa (la antiquísima risa) de Montaigne, que había permanecido en silencio, casi invisible, abrigado en una sombra puntiaguda. -¡Parras y arbustos! ¡Bah! Cuando yo vine debía ser el año 1581. Las montañas y cuestas habían cambiado mucho desde la Antigüedad. Por la altura de muchos lugares caminábamos sobre el tejado de casas enteras. Todo cuanto vemos hoy estaba enterrado, y de Roma no había sino el cielo bajo el cual estuvo asentada y la planta de su construcción. En mis tiempos un antiguo romano no podría reconocer la ciudad si la viese. ¡Y pobres excavadores los de entonces, los primeros! Después de haber removido bien a fondo en la tierra, no se llega más que a encontrar la parte de arriba de una columna muy alta. No se buscan al excavar los cimientos de las casas, sino la techumbre.

Todos habían escuchado con respeto al gran Montaigne, y fue Smollett quien se atrevió a continuar: -Hasta Alejandro VII, el nivel del suelo había ascendido tanto que cubría parte del Panteón, y había que descender algunos escalones para llegar al pórtico. ¡Y, sin embargo, fue una gran decepción ver el templo que, a pesar de todo lo que se ha dicho de él, parece un corral de gallos de pelea abierto por el techo! Pero tampoco le salió la broma al gusto de los otros, como había ocurrido a Twain. Chateaubriand, queriendo romper el hielo, dijo: -No tratemos de quitar fuerza al Panteón, pero hablemos de otro templo si ustedes lo prefieren. Roma lleva la marca de la Italia Medieval y la Antigua: si la Moderna levanta su San Pedro, la Antigua le opone su Panteón y todos sus restos. ¿Qué les parece San Pedro?

-¡Ah!, San Pedro -relinchó Henry James-. Uno cree que ha aprehendido su totalidad, pero se expande, se eleva sublime más allá todavía y empequeñece nuestra medida. Es una exaltación de la idea misma del espacio, de modo que cuando uno entra, parece que en realidad está saliendo a un espacio abierto. Te empequeñece hasta convertirte en una mota que se arrastra sobre el suelo. -Joven -sermoneó Dickens-, en la distancia, San Pedro parece enorme, pero, en comparación, es más pequeña al verla de cerca. Y Twain, con ganas de gresca, añadió: -Ni siquiera parece más grande que el Capitolio, pero sí que lo es. Más grande y menos hermoso. Pero hablando del tamaño, conozco la anécdota de un regimiento de diez mil soldados que entraron allí a oír misa y, cuando llegó el oficial, no los vio y pensó que no habrían llegado.

Pero el poeta Goethe zanjó así la cuestión del tamaño con su voz melodiosa: -En San Pedro he comprendido que el arte, como la naturaleza, puede superar cualquier comparación. Me siento tan arrebatado por Miguel Ángel que ya no sé disfrutar de la naturaleza, porque me reconozco incapaz de verla con sus grandes ojos. -¡Miguel Ángel! Nunca me sentí tan agradecido como el día que me enteré de que había muerto. ¡Todo lo hizo él! ¡Parece que el Creador hizo Italia entera siguiendo sus diseños!

En aquel momento, la ironía de Twain casi entra en guerra con el apasionamiento dramático de Goethe. Pero, finalmente, la aurora disolvió aquel concilio fantasmal. Más justo antes, se escuchó la voz del tímido Melville, que decía: -Al entrar en Roma saludan al visitante miles de estatuas que, como representantes de un pasado poderoso, alargan sus manos hacia el presente y conectan los siglos. ¡Adiós, Ciudad Eterna! ¡Hasta siempre!

[Gracias]

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