El año pasado Buenos
Aires recibió exposiciones
extraordinarias dedicadas a los viejos rockstars: Meraviglie dalle Marche, en
el Museo Nacional de Arte Decorativo; Caravaggio y sus seguidores en el Museo
Nacional de Bellas Artes y Venite Adoremus, maestros de la Natividad de Durero
a Tiépolo, la última inaugurada en el Teatro Argentino de La Plata. Estos eventos
se presentaron como hechos inéditos, dado que nunca antes se había realizado en
América Latina una exposición de esa importancia dedicada a la obra de estos
artistas.
Es de destacar que si bien muchas de las obras proceden de
museos no siempre ubicados en las rutas tradicionales o de colecciones privadas
de acceso imposible, la calidad es excepcional. Otro elemento a considerar es
que el arte del pasado es mimético y el observador reconoce e interpreta las
imágenes que tiene frente a sí, y puede decodificar su discurso sin mayores
problemas. Es posible que algunas obras exijan conocer historia general o
bíblica, la de los santos o la de personajes o hechos especiales, algo que,
generalmente, la curaduría de una exposición resuelve con catálogos, (no en el
caso de Bellas Artes, por ejemplo) desplegables o carteles de sala, de modo que
el goce de la obra aparece facilitado. Y esta cuestión se vuelve importante
frente al arte contemporáneo que en muchos casos exhibe un lenguaje críptico
que no cualquiera puede entender, así como otras veces exige conocer la postura
de su creador sobre una determinada obra, grupo o movimiento. La mirada y el
contacto con las obras de los viejos maestros también pueden ayudar a
comprender el arte del presente, ya sea en cuestiones ideológicas o técnicas.
El arte es una reflexión sobre la historia del arte misma. Muchas obras parecen
inéditas pero sus principios tienen siglos de aplicación, como sucede con el
arte efímero, la participación del observador o ciertas licencias en el uso de
la materia, postura tan vigente, como cuando se pintaron.
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